En el ámbito financiero, no basta con ser inteligente: cómo uno se comporta es crucial para alcanzar y mantener el éxito económico. Se suele considerar la inversión y la gestión de las finanzas personales como una ciencia exacta en la que los datos y las fórmulas dictan nuestros pasos. Sin embargo, lo que distingue a quienes logran acumular riqueza no es solo su habilidad numérica, su salario o su talento, sino su historia de vida, sus motivaciones y su perspectiva única del mundo.
Incluso un genio puede enfrentar un desastre financiero si pierde el control de sus emociones. Por otro lado, personas comunes sin formación financiera pueden prosperar al adoptar ciertos patrones de conducta. Esta realidad, que podría resultar sorprendente en disciplinas como la arquitectura o la medicina, se convierte en un pilar fundamental en el campo financiero.
En La psicología del dinero, editado por Planeta, el premiado analista económico estadounidense Morgan Housel comparte conocimientos esenciales para comprender “cómo piensan los ricos”. Además, plantea una pregunta fundamental que rara vez nos hacemos: ¿cuál es nuestra relación con el dinero y cuáles son nuestros verdaderos deseos en relación a él?
A través de “18 claves imperecederas sobre riqueza y felicidad”, Morgan Housel guía al lector en el entendimiento de La psicología del dinero y revela los hábitos y comportamientos que no solo ayudarán a generar riqueza sino, lo que es aún más importante, a preservarla.
Ficha
Título: La psicología del dinero
Autor: Morgan Housel
Editorial: Planeta
Precio (en Argentina): En papel: $13900 En digital: $2199
Así empieza “La psicología del dinero”
Durante los años en los que estudié en la universidad, trabajé de aparcacoches en un lujoso hotel de Los Ángeles.
Uno de los clientes habituales era un ejecutivo de una empresa tecnológica. Ese hombre era un genio, pues a los veintipocos años había diseñado y patentado un componente esencial para los rúteres wifi. Había creado varias empresas y las había vendido. Era una persona con un éxito apabullante.
No obstante, tenía también una relación con el dinero que yo describiría como una mezcla de inseguridad y estupidez infantil.
Llevaba encima un fajo de cientos de dólares de varios centímetros de grosor. Se lo enseñaba a todas las personas que querían verlo y a muchas que no. Alardeaba abierta y escandalosamente de su riqueza, a menudo estando borracho y siempre sin que viniera a cuento.
Un día le dio varios miles de dólares en efectivo a uno de mis compañeros de trabajo y le dijo: «Ve a la joyería que hay en esta calle y tráeme unas cuantas monedas de oro de 1.000 dólares».
Al cabo de una hora, monedas en mano, el ejecutivo tecnológico y sus amigos se reunieron en un muelle que daba al océano Pacífico. Allí se pusieron a tirar las monedas al mar, haciéndolas saltar como si fueran piedras y soltando carcajadas mientras discutían sobre quién había lanzado más lejos la piedra. Simplemente por diversión.
Días después, el hombre rompió una lámpara del restaurante del hotel. Un encargado le dijo que la lámpara valía 500 dólares y que tendría que cambiarla por una nueva.
«¿Quieres 500 dólares? —preguntó incrédulo el ejecutivo mientras se sacaba un fajo de billetes del bolsillo y se lo daba al encargado—. Pues aquí tienes 500 dólares. Ahora sal de mi vista. Y no vuelvas a insultarme así jamás.»
Tal vez te preguntarás cuánto puede durar un comportamiento de esa índole. La respuesta es que «no mucho». Años después, me enteré de que el ejecutivo se había arruinado.
La premisa de este libro es que el hecho de que te vaya bien en cuestiones de dinero tiene que ver un poco con lo listo que seas y mucho con cómo te comportas. Y el comportamiento es algo difícil de enseñar, incluso a gente muy inteligente.
Un genio que pierde el control de sus emociones puede ser un desastre financiero. Y lo mismo vale en caso contrario: gente de a pie sin formación en finanzas puede enriquecerse si cuenta con algunas habilidades conductuales que nada tienen que ver con indicadores formales de inteligencia.
Mi entrada favorita en la Wikipedia empieza así: «Ronald James Read fue un filántropo, inversor, conserje y trabajador de gasolinera estadounidense».
Ronald Read nació en una zona rural de Vermont. Fue la primera persona de su familia que terminó los estudios secundarios, lo cual es aún más impresionante si se tiene en cuenta que iba a clase todos los días haciendo autoestop.
Para quienes conocieron a Ronald Read, no habría mucho más que mereciera la pena mencionar. Su vida fue de lo más austera y discreta.
Read arregló coches en una gasolinera durante veinticinco años y barrió suelos en una tienda de JCPenney durante diecisiete. Se compró una casa de dos habitaciones por 12.000 dólares a los treinta y ocho años y allí vivió durante el resto de su vida. Enviudó a los cincuenta y nunca volvió a casarse. Un amigo recordaba que su principal pasatiempo era cortar troncos y hacer leña.
Read murió en 2014 a los noventa y dos años. Fue entonces cuando ese humilde conserje de pueblo fue objeto de portadas en todo el mundo.
En 2014 murieron 2.813.503 estadounidenses. Menos de 4.000 tenían un patrimonio neto de más de ocho millones de dólares al fallecer. Ronald Read era uno de ellos.
En su testamento, aquel exconserje dejó dos millones de dólares a sus hijastros y más de seis millones al hospital y a la biblioteca de su pueblo.
Quienes conocían a Read quedaron perplejos. ¿De dónde había sacado todo ese dinero?
Pues resultó que no había secreto. Ni le había tocado la lotería ni había recibido una herencia. Read ahorró lo poco que pudo y lo invirtió en valores seguros. Luego esperó, a lo largo de varias décadas, mientras unos pequeños ahorros se iban multiplicando hasta superar los ocho millones de dólares.
Tal cual: de conserje a filántropo.
Unos meses antes de que muriera Ronald Read, en las noticias apareció otro hombre, un tal Richard.
Richard Fuscone era todo lo que no era Ronald Read. Fuscone —ejecutivo de Merrill Lynch formado en Harvard y con un máster en Administración de Empresas— tuvo una carrera tan exitosa en el mundo de las finanzas que se retiró a los cuarenta y pocos para ser filántropo. David Komansky, ex consejero delegado de Merrill Lynch, elogió «la capacidad de liderazgo, los conocimientos empresariales, el buen juicio y la integridad personal» de Fuscone. En una ocasión, la revista de economía Crain lo incluyó en su lista de empresarios exitosos «40 de menos de 40». Pero luego, al igual que el ejecutivo tecnológico que hacía saltar monedas, todo se fue al garete.
A mediados de la década de 2000, Fuscone se endeudó mucho para ampliar una vivienda de más de 1.500 metros cuadrados en Greenwich, en el estado de Connecticut, que tenía once baños, dos ascensores, dos piscinas, siete garajes, y cuyo mantenimiento costaba más de 90.000 dólares al mes.
Entonces llegó la crisis financiera de 2008.
La crisis fue un batacazo para las finanzas de prácticamente todo el mundo. A Fuscone, al parecer, lo dejó sin blanca. La elevada deuda y los activos sin liquidez lo arruinaron. «Hoy por hoy no tengo ingresos», declaró supuestamente ante el juez en 2008.
Primero le embargaron su casa de Palm Beach.
En 2014 fue el turno de su mansión de Greenwich.
Cinco meses antes de que Ronald Read dejara su fortuna para fines benéficos, la casa de Richard Fuscone —donde los invitados recordaban el «placer de cenar y bailar encima de una plataforma transparente que cubría la piscina interior de la casa»— se vendió en una subasta por ejecución hipotecaria por un 75% menos de lo que la compañía de seguros calculó que valía.
Ronald Read fue paciente; Richard Fuscone fue codicioso. Eso fue lo que dejó sin efecto las enormes diferencias entre ambos en cuanto a formación y experiencia.
La moraleja de esta historia no es ser más como Ronald y menos como Richard, aunque este no es un mal consejo.
Lo fascinante de esas historias es que solo son propias del mundo de las finanzas.
¿En qué otro sector alguien sin formación universitaria, sin conocimientos sobre la materia, sin experiencia formal y sin contactos puede superar en tal grado en sus resultados a alguien con la mejor formación, la mejor preparación y los mejores contactos?
Me cuesta dar con alguno.
Es imposible concebir una historia en la que un Ronald Read lleve a cabo un trasplante de corazón mejor que un cirujano formado en Harvard. O en que alguien diseñe un rascacielos mejor que el arquitecto que ha recibido la mejor formación. Como tampoco se publicará nunca una noticia sobre un conserje que superó a los mejores ingenieros nucleares del mundo.
Pero esas historias sí ocurren en el mundo de las inversiones.
El hecho de que Ronald Read pueda coexistir con Richard Fuscone tiene dos explicaciones. La primera es que los resultados financieros dependen de la suerte, independientemente de la inteligencia y del esfuerzo. Esto se cumple hasta cierto punto, y a lo largo de este libro vamos a tratar esta cuestión con más detalle. Y la segunda, que, a mi juicio, es más habitual, es que el éxito financiero no es una ciencia pura y dura. Es una soft skill («habilidad blanda», «habilidad conductual o emocional»), en la que cómo te comportas es más importante que lo que sabes.
Esa habilidad emocional es lo que yo llamo «psicología del dinero». El objetivo de este libro es convencerte mediante historias breves de que las habilidades emocionales son más importantes que los conocimientos técnicos sobre el dinero. Y lo haré de una forma que va a ayudar a todo el mundo —desde Read hasta Fuscone, pasando por todos los que están entremedio— a tomar mejores decisiones financieras.